Ya pasó. Cada vez cuesta más resignarse a que las fiestas pasan. Y uno, entonces, se vuelve adicto. Al mismo tiempo, se presenta una cuestión ética: ¿no tendré que publicitarlas más, cosa de que -si bien ya asiste bastante público- no ocurra que un día me echen en cara cierto encanutamiento de una fuente de goce paroxístico? Creo que hago lo que puedo. No sé por qué la culpa.
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